Google no paga los impuestos que debería. Google abusa de su posición de dominio. Google aprovecha su buscador para privilegiar sus servicios. Y así podríamos seguir todo el día. Recordando, una tras otra, todas las acusaciones que en los últimos años hemos escuchado lanzadas desde distintas administraciones, nacionales y comunitarias.
Es posible que sean ciertas las denuncias; que sea injusto el comportamiento de la compañía; o que sea merecedora de sanciones como la de 2.420 millones que acaba de recibir por incentivar su servicio Google Shopping frente al resto de comparadores de precios. Pero también es cierta otra afirmación: que Google nunca habría nacido en la UE.
Y si las primeras aseveraciones le preocupan a nuestra administración comunitaria, más le debería preocupar esta última. Porque si malo es para un Estado no conseguir recaudar de una empresa la montaña de impuestos que hoy en día exigen la mayoría de países europeos, peor es para los que financian ese Estado saber que, por culpa de un espíritu netamente controlador y recaudador, compañías punteras como Google no podrán nacer en nuestro espacio económico.
La última sanción de la UE, para empezar, no es intachable. Bruselas ha analizado el papel de Google en el ámbito de un mercado: el de los comparadores de precios, donde no es cierto que resida la clave de la competencia de su actividad. Google no compite con comparadores como Idealo o Keelko. No es verdad: el objetivo real de Google era utilizar su buscador para competir directamente con los grandes de la venta por internet, especialmente Amazon o eBay. Y en este mercado habría sido perfectamente defendible la necesidad de que un tercer operador fuerte hubiese entrado con capacidad de plantar cara y, por lo tanto, de forzar rebajas de precios de las que se hubiesen beneficiado todos los consumidores. Y, lo cierto, es que sin apoyarse en su buscador más conocido, hubiese sido imposible que Google empezase a colarse en un área donde la competencia brilla por su ausencia.
Pero más allá de la crítica a la sanción, existe una segunda reflexión que Bruselas debería hacerse alguna vez: ¿Piensa perseguir eternamente a las nuevas tecnológicas ubicadas en el extranjero? o, por el contrario, ¿piensa darse cuenta de que, a lo mejor, sería más útil no perseguirlas porque, gracias a un entorno formativo, fiscal, flexible y seguro fuesen ellas mismas las que optasen por venir a Europa?
Porque sólo casos aislados en la UE, como Irlanda, han osado generar entornos favorables a la captación de tecnológicas y también se ha revuelto contra ellas la burocracia comunitaria.
Ese es nuestro problema: pensar más en recaudar que en crear.
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