Acemoglu & Robinson: por qué se empobrecen las naciones

por José Antonio Alonso / José Luis García Delgado


Las instituciones, a primer plano
La moderna teoría del crecimiento persigue explicar la dinámica económica y, aunque todavía muy joven como tal teoría, ha logrado ya un consenso considerable entre los especialistas, fruto de una sucesión escalonada de aportaciones más que notables. Basada en el modelo canónico formulado en la segunda mitad de la década de los cincuenta por el premio Nobel de Economía Robert Solow, la teoría empezó analizando el crecimiento económico a partir de la acumulación de los factores productivos que un país había acumulado y de la eficiencia con la que estos factores podían combinarse de acuerdo con el nivel tecnológico disponible. Sin embargo, desde el principio se supo que el modelo, si bien aportaba argumentos sólidos para explicar la dinámica económica, era incapaz de dar cuenta de las extraordinarias diferencias que regían en los niveles de renta per cápita entre los países a escala internacional. Fue otro premio Nobel, Kenneth Arrow, quien se encargó de señalar de forma temprana esta insuficiencia, advirtiendo, ya a comienzos de los sesenta, que bajo supuestos razonables el modelo no aclaraba por sí solo el porqué de las desigualdades internacionales. Para comprender ese proceso de «big divergence», como lo denominó Lant Pritchett, era necesario buscar causas más profundas y duraderas asociadas al éxito económico de largo plazo.

A esa tarea se han dedicado una amplia nómina de investigadores durante los últimos veinticinco años. Dado que se trataba de explicar las dispares dinámicas económicas de largo plazo entre países, las causas identificadas tenían que ser igualmente duraderas, de vigencia secular. Algunos autores –Jeffrey Sachs entre ellos– han creído encontrar esos factores en las condiciones geográficas propias de los países. Se consideraba que las condiciones climáticas, particularmente las existentes en los trópicos, la ausencia de salida al mar o la distancia a los mercados podían actuar como elementos estructurales retardatarios del desarrollo. Otros –como el historiador David Landes– apelaron a razones de carácter cultural en un sentido amplio, muy en la línea de Max Weber, para dar razón del distinto comportamiento de los países. No obstante, la propuesta que más eco alcanzó entre los especialistas es la que se centra en el marco institucional: son las instituciones las que, finalmente, conforman una especie de software para el funcionamiento de la sociedad, estableciendo el sistema de penalizaciones y estímulos que orientan la conducta de los agentes.

Se asume, así, que dos sociedades con similares dotaciones de factores, pero con marcos institucionales diferentes, pueden presentar trayectorias de desarrollo divergentes. Las instituciones son un factor duradero, porque poseen alta inercia y suelen cambiar muy gradualmente, y tienen, además, un alto impacto en la conducta social, ya que determinan los escenarios de opción socialmente preferentes de entre los tecnológicamente disponibles. En el asentamiento de esta explicación han tenido un papel clave otros dos premios Nobel, Douglass North y Ronald Coase, sentando las bases del neoinstitucionalismo: una escuela de pensamiento que se vería recompensada, más recientemente, con otros dos premios Nobel de Economía: Oliver Williamson y Elinor Ostrom.


Para ser justos con la historia de las ideas económicas, habría que reconocer en esta nueva escuela la larga influencia de diversas –y, en ocasiones, incompatibles– tradiciones de pensamiento, casi todas ellas ajenas a la corriente principal de la Economía, desde el historicismo al pensamiento austríaco, desde el marxismo a la teoría de juegos, o desde la public choice al evolucionismo económico, por sólo citar algunas. Por ser relativamente coetáneos de los anteriormente aludidos, y por su indiscutible influencia, dos autores merecen ser aquí recordados: Friedrich Hayek y Gunnar Myrdal, merecedores, de forma compartida, del premio Nobel de Economía de 1974. Pese a la distancia de sus respectivas posiciones ideológicas –eminente liberal el primero, socialdemócrata convencido el segundo–, la ironía de la historia ha hecho que sus nombres aparezcan inevitablemente fusionados, no sólo por la obligada referencia al compartido galardón –una coincidencia que no fue del agrado de ninguno de los dos afectados–, sino también por la temprana alusión que ambos hicieron a las instituciones como factor explicativo clave de la evolución económica.

Bien es cierto que el enfoque de uno y otro fueron muy diferentes. A Hayek le interesaba, especialmente, explicar el orden social espontáneo (que denominó kosmos) que da forma a la acción humana y que se genera de manera ciega y tendencial a lo largo del tiempo, a partir de la interacción autónoma de los agentes sociales (instituciones informales); le importaba eso mucho más que reparar en el orden organizado (taxis) que es fruto de las decisiones humanas conscientes y deliberadas (instituciones formales). En el fondo quería insistir en que ese orden espontáneo, del que el mercado era ejemplo, ofrecía el único modo eficiente y creativo de gestionar un proceso de producción y difusión del conocimiento descentralizado como el que se genera en la sociedad. La pretensión de imponer orden a ese proceso a través de estructuras jerárquicas y centralizadas era la «fatal arrogancia» que cabía atribuir al socialismo.

A Myrdal, por su parte, le interesó conocer cómo ciertos valores, normas y reglas sociales condicionaban el comportamiento de los individuos y la resultante agregada de la interacción social, afectando de forma seria a las posibilidades de desarrollo del país. Su escrutinio sobre las causas de la pobreza en el mundo en desarrollo de la época, le llevó a subrayar el papel que esos factores no materiales tenían en la conducta de los agentes y en los resultados de la economía en su conjunto. En la síntesis de su monumental Asian Drama, Myrdal subraya que, para explicar los diversos niveles de desarrollo de los países, «las actitudes e instituciones son más importantes que los niveles de ingreso por sí solos».

Ha de advertirse que, aunque notablemente inspiradores, ambos autores renunciaron a convertir su visión de las instituciones en un concepto operativo, susceptible de ser trasladado a modelos económicos consistentes, objeto de eventual contraste empírico. Acaso sea ésta una de las principales limitaciones a que ha tratado de enfrentarse la literatura institucionalista de las últimas décadas.

Haciendo operativo el enfoque institucionalista

Sin duda, el recurso a las instituciones como explicación de la dinámica económica de largo plazo (el long-run growth) tiene una gran virtualidad, al asociar el desarrollo a factores sobre los que las sociedades tienen una cierta capacidad de incidencia: las formas en que se definen los incentivos y penalizaciones que modulan la interacción social. La interpretación se aleja, por tanto, ya sea del determinismo geográfico, ya del incómodo esencialismo cultural: teorías ambas que terminan por condenar poco menos que a la parálisis a la acción política. Pero también presenta un problema: las instituciones son exógenas a los individuos (por eso condicionan su conducta), pero son endógenas a las sociedades. Lo que no es sino otra forma de decir que las instituciones son productos sociales, históricamente determinados. Si bien las instituciones pueden condicionar el desarrollo, éste también puede influir sobre la configuración institucional de un país. Se trata, pues, de una relación de carácter circular, de naturaleza endógena: ¿cómo deshacer este bucle? ¿Cómo determinar el impacto neto de las instituciones sobre el desarrollo de los países (descontando el efecto que produce la interacción de ambas variables en sentido inverso)?

Aquí es donde entra en liza la importante contribución que tres autores afincados en Estados Unidos hicieron a comienzos de la pasada década: Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson. Aunque no fueron los primeros (previamente había habido un excelente trabajo de Robert Hall y Charles Jones, «Why do Some Countries Produce So Much More Output Per Worker than Others?»,  en The Quarterly Journal of Economics, en 1999), sí fueron quienes diseñaron una estrategia más ingeniosa y solvente para resolver el problema de la endogeneidad (la doble circularidad antes mencionada) en este ámbito y lograr, con ello, una estimación robusta y no sesgada del efecto que las instituciones tienen sobre el desarrollo de los países. Para resolver la endogeneidad, utilizaron como variable instrumental la tasa de mortalidad de los colonos en los países, cuando éstos eran colonias. La idea que está detrás de semejante planteamiento es la siguiente: en países con baja mortalidad, los europeos se asentaron en el territorio conquistado y trataron de construir «instituciones incluyentes» aptas para el reconocimiento de derechos (entre otros, el de propiedad) y para el adecuado funcionamiento de los mercados; en aquellos otros en los que la mortalidad era alta o existía suficiente población nativa como para ser objeto de explotación y expolio, los colonos establecieron «instituciones extractivas», tratando de apoderarse del excedente derivado de la riqueza natural y minera del territorio conquistado. El primer tipo de instituciones alentó el desarrollo, mientras que el segundo impidió ese proceso.

Esta explicación otorga de nuevo valor a la historia en la explicación de la génesis de los procesos de desarrollo y de los niveles de renta per cápita alcanzados por las naciones en el presente; y, además, se aleja de interpretaciones excesivamente deterministas, como las que aparecen asociadas a las características geográficas de los países, o como las que remiten a los rasgos culturales de los pueblos. Compite, sin embargo, esta hipótesis con otras que, desde perspectivas diferentes, reparan igualmente en el marco institucional asociado a la colonización como fuente de explicación de las dispares trayectorias económicas de los países. Entre ellas, las que aluden al papel de la tradición jurídica del colonizador en el posterior desarrollo de los mercados, donde la ventaja de la common law se impone sobre la civil law como marco jurídico propiciador de las relaciones mercantiles (hipótesis sugerida por Edward Glaeser o Rafael La Porta, entre otros); o bien destacan las formas de dominio del colonizador, estando la portuguesa y la española supuestamente muy por debajo de la británica en su capacidad para alentar el desarrollo (hipótesis apuntada por Paul Mahoney), por no hablar del efecto que sobre las instituciones incluyentes o excluyentes tiene la dotación de recursos de la colonia, propicios en algunos casos para la gran plantación, en otros para la pequeña producción campesina (hipótesis sugerida por Stanley Engerman y Kenneth Sokoloff). Entre todas las hipótesis, la de Acemoglu, Johnson y Robinson parecía la más consistente y mejor fundada empíricamente. En todo caso, esta literatura abrió un interesante debate, todavía inconcluso, en el que ha participado una amplia relación de reputados historiadores, como John Coatsworth, Jeffrey Williamson, Joel Mokyr, Gregory Clark, Nathan Nunn o los recién citados Stanley Engerman, Kenneth Sokoloff, entre otros.
Lo cierto es que la hipótesis de Acemoglu, Johnson y Robinson parece encajar en la explicación de los contrastados referentes regionales (América del Norte frente a América del Sur) que han venido animando la discusión sobre las causas del progreso en los últimos tiempos. De hecho, se acomoda bien esta hipótesis tanto a la explicación de éxito del desarrollo de Estados Unidos (que ilustra el caso de la colonización basada en instituciones incluyentes) como a los frustrados intentos de progreso de la América andina (ejemplo convencional de implantación de instituciones extractivas por parte española). Por supuesto, no faltan ejemplos incómodos, que se adecuan mal con la explicación originaria, como el de Sudáfrica o los países del Cono Sur americano, pero, en general, la explicación recibió un elevado grado de respaldo entre los especialistas. La principal crítica que se formuló entonces contra los autores es que su hipótesis, si bien eficaz como estrategia de estimación y sugerente como interpretación, descansaba en un muy limitado escrutinio de la experiencia histórica. Alguien comentó que su explicación constituía una apelación a la historia, carente de datos históricos.

Las bases de un best-seller

Con el libro Por qué fracasan los países, Daron Acemoglu y James A. Robinson han querido contestar a la anterior crítica. El libro es un recorrido por una amplia colección de casos históricos, procedentes de América Latina, Europa, Asia y África, y situados en épocas muy diversas, que tratan de ilustrar el enfoque que los autores plantearon en sus estudios precedentes. Obviamente, el tono del libro es distinto al de sus anteriores trabajos de investigación: la presentación de hipótesis, la justificación del modelo econométrico y la aplicación de los contrastes empíricos se sustituye en esta ocasión por una narración argumentada de experiencias históricas y una explicación de cómo esas experiencias se ajustan a la hipótesis de partida, asentada en esa radical dicotomía entre instituciones extractivas e incluyentes sobre la que construyen su interpretación. El lenguaje y los argumentos son, pues, accesibles al público no especializado; y la relación de casos aporta información histórica que despierta la curiosidad, a buen seguro, de un amplio espectro de público; atributos ambos que le han llevado a convertirse en un best-seller casi desde el mismo momento de su publicación. Algo que estaba en el propósito no sólo de los autores, sino también de la editorial, a juzgar por la impresionante relación de elogios que desde las páginas de cortesía del libro invitan a su lectura, en la que participa una amplísima nómina de los más destacados economistas del momento.

La expectación suscitada por el libro está justificada. En primer lugar, por la relevancia de uno de los autores: Daron Acemoglu, medalla John Bates Clark de la Asociación Estadounidense de Economía en 2005, que pasa por ser una de las estrellas más rutilantes del firmamento económico del momento en Estados Unidos y que aúna rigor, capacidad analítica e ingenio. Algo similar a lo que representó, por ejemplo, el hoy premio Nobel de Economía, Paul Krugman, a comienzos de los años noventa. El libro de Acemoglu, Introduction to Modern Economic Growth (Princeton, Princeton University Press, 2009), concebido inicialmente como manual, resultó tan monumental como excelente. En segundo lugar, los autores –en este caso sin Johnson– de Por qué fracasan los países se habían convertido en obligada referencia para el enfoque institucionalista, que, a su vez, es el que ha terminado por imponerse –creemos que con acierto– en la explicación de la dinámica económica de largo plazo. Por último, el libro fue presentado como la demostración definitiva, el eslabón de cierre de una cadena analítica que los autores habían iniciado con tanto acierto a comienzos de la década pasada. Como los propios autores se encargan de señalar, el libro es el estudio más acabado hasta la fecha, después de casi tres lustros de trabajo investigador, sobre las causas del éxito económico (o, si se prefiere, de su opuesto: el fracaso económico).

La obra, sin embargo, está lejos de ser un producto intelectual perfecto. Carece de esa singular y deslumbrante capacidad persuasiva que caracteriza a los buenos ensayos, en los que, sin perder complejidad en el análisis, cada alusión parece estar llamada a apretar, de manera natural, las clavijas del argumento. Muy por el contrario, no son pocas las ocasiones en que parece que los autores tratan de retorcer el brazo a la historia para hacerle confesar aquello que se desea. Son frecuentes los juicios sumarios y las interpretaciones lineales, en las que se echan de menos los matices propios del análisis histórico. Ha de recordarse al respecto –y debemos confesar que se deja sentir– que ninguno de los autores es historiador de formación: uno es economista y el otro, politólogo.

Las sobredimensionadas expectativas que suscitó el libro pueden ayudar, además, a alimentar un cierto sentido de frustración. No porque la lectura del libro no resulte grata; antes bien, se trata de un libro plagado de información y de curiosidades, que maneja un tono expresivo claro y accesible, y con una estructura que reafirma de manera envolvente –incluso obsesiva– la hipótesis inicial, asentada en la dicotomía institucional antes señalada. Es, en todo caso, un libro que merece la pena leer, aun cuando haya razones para considerarlo como una construcción intelectual parcialmente fallida. ¿Cuáles son los motivos de este juicio? En un esfuerzo de síntesis, los comentarios críticos se centrarán en tres aspectos básicos de la oferta argumental que ofrece la obra: el recuento histórico, la hipótesis central del estudio y algunas implicaciones derivadas.

Frágil base histórica

En primer lugar, el libro se presenta como una fundamentación histórica de la hipótesis de partida de los autores: el efecto duradero y perverso de las instituciones extractivas (y el benéfico e igualmente duradero de las incluyentes). No obstante, en la mayor parte de los casos, se trata de una crónica descriptiva de diversos casos históricos, asentada en materiales no originales, que en ocasiones reproducen, con toda su derivación de tópicos, conocimientos relativamente accesibles y difundidos. Otras veces se fuerza la interpretación para acomodarla a la hipótesis formulada, pasando por encima de los matices y de las precisiones que la historiografía ha ido destilando a través de no pocos y enconados debates entre especialistas. Cuando esto sucede (y no es infrecuente) uno tiene la impresión de que se tuerce el discurso: no es que la hipótesis quede confirmada por el recuento empírico, sino que éste es construido en función de las necesidades de confirmación de la hipótesis.


La interpretación que la obra hace del frustrado proceso de desarrollo latinoamericano constituye un ejemplo de lo que pretende señalarse. Las alusiones a la colonización española insisten en algunos tópicos –no por ello sin base– acerca del carácter centralizado y burocrático de las formas de dominación imperial, al protagonismo de las formas excluyentes de propiedad (como la encomienda o la hacienda), a la severidad de los modos de explotación de la población nativa y a las reservas del sistema frente al funcionamiento de la competencia y el mercado. Insiste en estos aspectos, pero obvia otros que se avienen mal con su hipótesis, como los esfuerzos que desde diversos ámbitos, incluida la Corona, se hicieron por definir un cuadro normativo de derechos para la población nativa (derecho de gentes), la temprana extensión de centros universitarios en la región (que anticiparon con mucho a los creados en las colonias británicas) o la existencia de territorios en los que, bajo la misma estructura imperial, lo que dominó fue la pequeña explotación orientada al mercado (como en la Antioquia colombiana o en Costa Rica, por citar sólo dos ejemplos).

De forma más general, la hipótesis encaja mal (o demanda explicaciones ulteriores) si lo que quiere es dar cuenta de la notable diversidad de niveles de desarrollo con los que la región inicia el siglo XIX. ¿Cómo es posible que una misma estructura institucional –el imperio más centralizado y uniforme de los de la época– haya dado lugar en su seno a países con niveles de desarrollo tan diferenciados, con un arco de distribución de la renta per cápita en la región no muy distante –como recuerda John Coatsworth– a los que revela la economía mundial en su conjunto? Al leer estas secciones del libro, uno echa de menos el matizado ejercicio de análisis comparado entre la trayectoria histórica del norte y del sur de América que realiza John Elliott en su espléndida obra Imperios del mundo atlántico. España y Gran Bretaña en América (1492-1830), publicada en 2006; o, desde otra perspectiva, el excelente compendio interpretativo de la historia de la región que han publicado recientemente Luis Bértola y José Antonio Ocampo, El desarrollo económico de América Latina desde la Independencia (Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2013).

En línea similar, existe una distancia muy notable entre la forma de acercarse a la historia de Acemoglu y Robinson y la que realiza, por ejemplo, otro institucionalista, Avner Greif, en un libro magistral sobre el impacto de las instituciones en el desarrollo, Institutions and the Path to the Modern Economy. Lessons from the Medieval Trade (Cambridge, Cambridge University Press, 2006), aunque también en este caso hubo alguna crítica procedente de un historiador reputado, como George Clark. En el caso de Greif hay un trabajo sobre materiales originales para descubrir la lógica de la respuesta institucional que se ofrece en cada caso y existe un esfuerzo por construir un modelo, en muchos casos basado en la teoría de juegos, que valide la consistencia del comportamiento de los agentes que presupone la institución. Nada de esto existe en el caso que nos ocupa, que más parece una colección de anécdotas históricas (algunas de ellas relevantes, otras menos) puestas al servicio de la argumentación. A quien sólo busque una amena ilustración del argumento ofrecido por los autores, el libro le parecerá agradable e informativo; si se busca una fundamentación histórica de la hipótesis sugerida, el libro, simplemente, defraudará.

Hipótesis discutible

El segundo problema tiene que ver con la naturaleza de la propia hipótesis que se maneja. Aquí son muchas las críticas que pueden formularse, pero tres parecen especialmente relevantes. En primer lugar, es difícil que la enorme variedad de experiencias de desarrollo, con grados distinto de éxito, pueda quedar sintetizada en esa simple dicotomía que obsesivamente domina el discurso de Acemoglu y Robinson, al distinguir entre instituciones extractivas e incluyentes. La propia argumentación tiene, por lo demás, algo de tautológica: definamos como incluyentes aquellas instituciones propias del capitalismo liberal avanzado y confirmemos, posteriormente, que todos los países que no han logrado esa meta carecen de las instituciones propias de ese sistema de capitalismo avanzado. Otorguemos a esa conexión (que previamente hemos definido) el carácter de causa y habremos demostrado nuestra teoría: ¿no es esto algo similar a una tautología?


En segundo lugar, el concepto de instituciones que manejan Acemoglu y Robinson es poco satisfactorio. Son varios los motivos que podrían aducirse para fundar este juicio, pero quizás el más importante guarde relación con el olvido a que los autores someten a las instituciones informales, que, sin embargo, son claves en los procesos de desarrollo y de modernización de las economías. Los autores centran su atención en las instituciones formales, sin advertir que la eficacia de éstas queda condicionada en ocasiones por su conflictiva (o complementaria) relación con las instituciones informales; y que la relación entre ambos marcos institucionales, con sus respectivas y dispares lógicas y dinámicas temporales de cambio, se convierte en crucial en el caso de los procesos de colonización. En un artículo publicado en The Journal of Development Studies, José Antonio Alonso ha sugerido que, para explicar los costes de la colonización, una hipótesis más inspiradora que la forzada dicotomía entre instituciones extractivas e incluyentes es el conflicto (que admite grados y morfologías diversas) que se genera, como consecuencia de la colonización, entre las instituciones formales impuestas por el colonizador y las instituciones nativas, la mayor parte de ellas de naturaleza informal. Y es este conflicto el que hace que la experiencia colonial sea más fácilmente exitosa cuando lo que se colonizan son «tierras» (el caso de Norteamérica) y no «pueblos» (como en la América andina). Nada de esto queda, sin embargo, contemplado en el trabajo que nos ocupa.
En tercer lugar, la argumentación de Acemoglu y Robinson sobre el cambio institucional en su exitoso libro tampoco resulta especialmente satisfactoria. Su visión descansa en el concepto de critical junctures (coyunturas críticas): momentos en los que, por su excepcionalidad, el funcionamiento del marco institucional previo queda en suspenso, de tal modo que pequeñas diferencias iniciales en los marcos institucionales de partida pueden abrir sendas dispares entre los países que conduzcan, con el tiempo, a situaciones abiertamente disímiles. Ejemplos de critical junctures son, entre otros posibles, la colonización, una guerra, una invasión como la napoleónica, el descubrimiento de América, la Peste Negra, etc.

Desde luego, no cabe duda de que este tipo de acontecimientos excepcionales pueden provocar, como argumentan Acemoglu y Robinson, un cambio en la configuración y en la trayectoria institucional de un país. Ahora bien, ¿todo cambio institucional reúne esas características? Indudablemente, no. Al insistir en las critical junctures, está acentuándose el papel de las modificaciones abruptas y localizadas en el tiempo, preferentemente en el ámbito de las instituciones formales, cuando el proceso más generalizado de cambio institucional es el que se lleva a cabo a través de una senda gradual, lenta y apenas perceptible, que se produce desde luego en las instituciones formales, pero también, y muy importantemente, en las instituciones informales (cultura, valores y normas compartidas).

Un ejemplo es, a ese respecto, muy clarificador. Para todos es claro que la concepción de la familia (una institución importante) ha cambiado en las cinco últimas décadas. Pero semejante cambio no responde tanto a una critical juncture cuanto a modificaciones graduales y sucesivas que se han dado en diversos ámbitos de la vida social, desde las relaciones de género a las oportunidades laborales de los miembros de la familia, desde el tamaño óptimo del hogar a las relaciones intergeneracionales, por citar sólo algunos. Son cambios lentos, con avances y retrocesos, que se despliegan en los ámbitos del marco institucional informal y que, pasado el tiempo, generan pequeñas e irreversibles mutaciones en las instituciones formales. Este es el tipo de cambio institucional más frecuente en la sociedad, aunque no tenga la vistosidad de las critical junctures; pero este tipo de cambio queda fuera del foco de atención de Acemoglu y Robinson.

Dudosas implicaciones

Por último, tampoco las consecuencias que se extraen del libro son especialmente iluminadoras. Su insistencia en la virtud universal de las instituciones incluyentes, centralmente definidas en torno a la defensa de los derechos de propiedad y las normas propias de las democracias liberales, deja sin explicar la funcionalidad que, en etapas de transición, durante los procesos de desarrollo, tienen instituciones menos perfectas, pero más adaptadas a las necesidades de cambio de la sociedad. Por ejemplo, es claro que la China de nuestros días es un ejemplo de éxito económico, en buena parte asentado en el cambio institucional, pero, desde luego, con un marco normativo bien distante del que se identifica con la defensa de los derechos de propiedad privada o del asentamiento de una democracia liberal, los dos pilares propios de las instituciones incluyentes. ¿Cómo entender, entonces, el despegue espectacular de China? Acemoglu y Robinson se limitan a señalar: 1) que en ciertas ocasiones, las instituciones extractivas (las que dominarían en China) también pueden ser exitosas, aunque su éxito, nos advierten, no es duradero; y 2) que, en todo caso, en el largo plazo, China está condenada al fracaso si no modifica sus instituciones.

Podría aceptarse la segunda parte de su argumento (aunque alude a un futuro incierto y, por lo mismo, de contrastación pendiente), pero se requeriría una fundamentación más solvente para aceptar el primero de los argumentos y desechar el aroma que desprende a maniobra argumental ad hoc con la que defender la hipótesis central del libro frente a incómodos contraejemplos. Cualquiera que sea el juicio del lector, es claro que, para muchos países, China es un apetecible modelo de éxito económico: muchos países desearían las tasas de crecimiento de China y no las que le proporciona su propia economía, aun a pesar de que Acemoglu y Robinson pretendan consolarles diciéndoles que su marco institucional responde, en mayor medida que China, a los cánones que ellos consideran deseables.


El problema, entiéndase bien, no es tanto la virtud genérica del marco de instituciones incluyentes que pregonan los autores, un marco que todos calificaríamos como deseable, cuanto suponer que se trata de un patrón universal y aplicable a todo país, cualquiera que sea su nivel de desarrollo y sus circunstancias. Hay una cierta ucronía en su argumentación, que no es capaz de apreciar la funcionalidad que en ciertas condiciones tienen instituciones imperfectas, pero funcionales al cambio social (transitional institutions), que están alejadas de ese modelo definido como óptimo, pero que son condición necesaria para poner a los países en los rieles del progreso. Una senda que, finalmente, con el tiempo, hará posible el asentamiento de esas instituciones modélicas que se demandan. El proceso parece, en suma, bastante más complejo de lo que los autores proclaman; y China es un buen laboratorio para observar esa complejidad.



Originales y sucedáneos

Las críticas hasta aquí formuladas no le restan interés al libro. Antes bien, subrayan su capacidad para activar el debate sobre un tema crucial que afecta a las explicaciones del progreso. Nadie puede negar el valor de los iluminadores trabajos de Acemoglu, Robinson y Johnson: su afán por dotar de consistencia analítica a sus propuestas y por recurrir a ingeniosas estrategias de investigación para su validación empírica. Ahora bien, su interpretación es, en ocasiones, excesivamente simple como para captar de forma satisfactoria la complejidad de la realidad social, la riqueza de sus componentes y del proceso de cambio que les afecta. Por ello, para extraer el máximo provecho al esfuerzo de los autores, es preciso leer Por qué fracasan los países con ojo crítico, sin concesiones al papanatismo.

Menos indulgente cabría ser con aquellos epígonos que, con limitada originalidad, se afanan por trasplantar, de forma mimética, la idea sugerida por Acemoglu, Johnson y Robinson a contextos que, para ser debidamente entendidos, requerirían de un análisis propio y de una radical creatividad interpretativa. En estos casos –el reciente libro de César Molinas, Qué hacer con España puede ser un ejemplo–, uno encuentra amplificadas al máximo las limitaciones de Acemoglu y Robinson, sin ninguna de sus muy abundantes virtudes. El mismo gusto por las interpretaciones sumarias y por las categorías simplificadoras, aunque sin el previo trabajo analítico que ambos estudiosos acometieron a lo largo de tres lustros, definiendo modelos y sometiéndolos a prueba empírica.

Ante ello, es necesario reivindicar, de nuevo, el valor de la investigación histórica, que descansa en la familiaridad del estudioso con la época objeto de análisis, que se construye con su paciente inmersión en los datos y su afán por comprender la conducta de los agentes sociales. Y afrontar la interpretación del cambio social con la modestia que comporta aceptar que esos procesos son demasiado complejos como para quedar encerrados en la eficacia de una única causa o en simplificadas categorías binarias. Quizás habría que empezar por asumir, con cierta humildad, que la tarea es identificar los diversos factores que explican las dispares sendas de progreso seguidas por los países considerados parcialmente exitosos, mucho más que identificar una supuesta única y universal causa del desarrollo.

José Antonio Alonso y José Luis García Delgado son catedráticos de Economía Aplicada en la Universidad Complutense. El primero es autor, con Carlos Garcimartín, de Acción colectiva y desarrollo: el papel de las instituciones (Madrid, Editorial Complutense, 2008) y, con Carlos Mulas, Corrupción, cohesión social y desarrollo: el caso de Iberoamérica (Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2011). Entre los libros más recientes del segundo figuran La modernización económica en la España de Alfonso XIII (Madrid, Espasa Calpe, 2002) y Estructura económica de Madrid (Madrid, Civitas, 2007). Ambos han coordinado, con Juan Carlos Jiménez, El español, lengua de comunicación científica (Barcelona, Ariel, 2013).
27/05/2014

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