Trump, el osado negociante que nunca pierde

MANUEL ERICE Washington

El Despacho Oval acoge desde este viernes al primer hombre de negocios, al primer presidente que está dispuesto a «gestionar el país como una empresa». Según se mire, Donald Trump siempre ha hecho política, pero no tal y como la entendemos. Su capacidad para llegar a acuerdos ha estado detrás de cada operación, de cada paso con el que ha edificado su imperio, el mismo que ahora traspasa a dos de sus hijos, Donald Jr. y Eric. Aunque difícilmente va a dejar de interesarse por el rumbo que adopte el grupo, Trump Organization, y por los pasos de los nuevos gestores. Como los posibles conflictos de interés serán una constante en el mandato que se abre. La diferencia es que el promotor inmobiliario neoyorquino no está acostumbrado a buscar acuerdos mediante el diálogo. Como ya saben las grandes multinacionales automovilísticas, su política consiste en negociar, pero sólo para ganar: amenaza, ablanda, y después ejecuta.

Para sus críticos, el primer populista que habitará en la Casa Blanca no pasa de ser un charlatán megalómano que ha sabido conectar con sectores en dificultades con un mensaje fácil. Un populista más. Pero, visto en perspectiva el año y medio de recorrido electoral, con el añadido de dos meses de traspaso de poderes, nadie puede negarle una instintiva y hábil forma de llevar todas las polémicas que él mismo crea a un terreno favorable. Con el cheque en blanco de los advenedizos en el establishment que abomina.
A nadie puede sorprender que Donald Trump se convierta en el presidente con menos popularidad de la historia reciente. Su particular forma de enfrentarse con el rival, bien por diferencia de criterios, bien porque le conviene para mantener viva su comunicación con el exterior, le ha ido granjeando enemigos en cada batalla, que toma como si fuera la última. Demócratas, republicanos, mujeres, hispanos, afroamericanos, altos ejecutivos, periodistas… En las primarias, en la campaña, en el periodo de transición… No hay grupo que no se sienta hoy llamado a una afrenta de quien aspira a ser noticia para estar vivo, en una mezcla de necesidad vital y de caldo de cultivo para preparar cada victoria. Pero el nuevo presidente de EE.UU. también llega con una imagen favorable en materia económica y de lucha contra el terrorismo. En ambos casos, seis de cada diez estadounidenses creen que lo hará bien. Es su asidero para abrirse un camino que ni siquiera sus compañeros de partido en el Congreso se lo pondrán fácil. Como ocurrió cuando derrotó a 16 de ellos en la carrera por la nominación.

Internado militar

Donald John Trump (Queens, Nueva York, 1946) alcanza la cumbre de sus aspiraciones, que no es otra que el triunfo. Convertido en el presidente que con más edad entra en la Casa Blanca, a los 70 años, para él no puede haber mayor victoria que alcanzar el primer puesto del mundo. Para entender la forma de pensar del magnate hay que remitirse al machacón mensaje que le transmitió su padre de que en el mundo está dividido entre ganadores y perdedores, winners y losers.
Según su propia confesión, su otra gran influencia para convertirse en la ambiciosa y osada persona que es hoy fue el internado militar en el que su progenitor le ingresó con sólo trece años. Una determinada forma de convertir al travieso niño, aficionado a las peleas que desataba siempre que perdía al béisbol, en el disciplinado empresario capaz de sobreponerse a tres grandes momentos de negocios en bancarrota.
Una convicción y una gran tenacidad, combinadas con el rápido aprendizaje del negocio inmobiliario y de la construcción al que le sometió su padre, permitieron que el cuarto (y no otro) de dos hijos de inmigrantes, Fred Trump y Marie Anne MacLeod, un alemán y una escocesa, se convirtiera en heredero e impulsor de la compañía. Pero Donald marcaría diferencias pronto en la forma de llevar el negocio. En el Nueva York de los años 70 y 80, que empezaba a poner de moda Manhattan en el mundo, no bastaba con trabajar duro. El dicharachero, rubio y fornido hombretón de Queens se valió de su carácter extrovertido y su don de gentes para atraer a los famosos a los edificios que construía.
Una capacidad de convicción que le ha servido para rodearse de un creciente número de fieles, incluidos muchos miles de trabajadores blancos de los estados industriales más deteriorados que, desencantados de su apuesta demócrata, le entregaron su decisivo voto. Su lenguaje directo, y a veces bravucón, conectó bien con ese nuevo público, que le permitió presumir de «ensanchar la base del Partido Republicano».

Presidente-marca

Así llenó de clientes la Trump Tower, que décadas después ha convertido en templo trumpista de visitas durante la transición de poderes, donde acaba de pergeñar su Administración y equipo de confianza. A su demostrada habilidad de vendedor, quien también es considerado ya primer presidente-marca sumó una obsesiva insistencia en exhibir su apellido en cada edificio, con el doble objetivo de hacer marca y de perpetuarla. Siempre adornado con la inconfundible visión del mármol y el oro.
Un ansia comunicadora semejante no podía sino irrumpir como medio de comunicación. Inicialmente, como hiciera Silvio Berlusconi para alcanzar el poder, Trump quiso ir más allá de una agitada vida social y los concursos de misses, que le limitaban si acaso a la alta sociedad neoyorquina, y se enroló en la televisión. Pero, a diferencia del empresario italiano, su apuesta, que ha terminado siendo acertada, fue convertirse en comunicador. Era su forma de tener proyección, de llegar a la gran masa. Con el mismo éxito, su gran descubrimiento, el juguete con el que disfruta y marca la agenda política y periodística cada día, su cuenta de Twitter, le ha ayudado decisivamente a alcanzar la presidencia de EE.UU.. Casi nadie lo pensaba, ni siquiera él, que ya había previsto construir un imperio mediático a partir de sus millones de seguidores, lo que él llama su «movimiento».
Un manejo personal que le permite arremeter un día contra la cadena CNN y otro día contra The New York Times, lo que le ha dado notoriedad desde el primer día en que se lanzó a la carrera electoral. Con la ventaja de quien tiene poco que perder en las disputas mediáticas, su capacidad para decir una cosa y la contraria es directamente proporcional al tamaño del fin con el que justifica los medios.
De la vida entendida como una guerra diaria no se ha librado ni la revista Forbes. Desde que en los años 90 osara cuestionar el valor real de su fortuna, cada vez que la publicación da a conocer su célebre ránking de estadounidenses más ricos, Trump le disputa la veracidad. El momento más sonado se produjo durante las primarias republicanas. Después de que Forbes anunciara que el valor de su imperio no superaba los 4.200 millones de dólares, situándole en el puesto 143, el magnate proclamó que en realidad poseía 10.000 millones. Una cifra que le permitía diferenciarse de los políticos y presumir de pagarse su campaña.
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