Son tiempos sombríos para los populistas
latinoamericanos. Hace poco, el presidente de Bolivia, Evo Morales,
fracasó en su intento de reformar la Constitución para mantenerse
indefinidamente en el poder. El ecuatoriano Rafael Correa se vuelve cada
vez más beligerante a medida que sus índices de aprobación desmejoran
junto con la suerte del país, y el impopular presidente venezolano,
Nicolás Maduro, parece empeñado en hundir en las profundidades del
Orinoco a la que alguna vez fue la cuarta economía de América del Sur.
Deberían
aprender de Daniel Ortega. El líder guerrillero nicaragüense, que
ayudó a derrocar a un dictador y luego se valió de su prestigio
revolucionario para obtener tres mandatos como presidente, está en la
cresta de la ola. Tras haberse librado de los límites para la reelección
en 2014 y haberse mantenido desde entonces un paso adelante de los
críticos, Ortega, de 70 años, llegará sin problemas a su cuarto mandato.
Es verdad, aún debe ganar la elección del 6 de noviembre, pero el hecho
de que casi nadie dude de su triunfo es una medida de su prestigio y
astucia política y del férreo control que ejerce sobre este país de 6.1
millones de habitantes.
El éxito de Ortega no desmiente la
proclamada declinación de la ola rosa de izquierdismo latinoamericano
gastador; más bien es la excepción que confirma la regla. Se trata de un
político astuto que alternó con destreza entre una florida retórica
antiestadounidense y el pragmatismo promercado, cuidándose de rociar
dinero a los pobres y mantener bajos los impuestos a las empresas.
Semejante flexibilidad política es una combinación rara en una región
donde los autócratas electos tienden a caer en excesos y dirigismo
económico y a ahogar tanto el disenso como las empresas.
El resultado: la economía nicaragüense
creció 4.9% el año pasado y 5.2% en promedio durante el último lustro.
Si bien tres de cada 10 nicaragüenses son pobres, el desempleo y la
inflación son bajos. La deuda del sector público es un modesto 2.2% del
producto interno bruto, algo que suena frugal en una región llena de
derrochadores.
Los delitos callejeros son insignificantes
en comparación a la violencia epidémica de sus vecinos Honduras, El
Salvador y Guatemala, uno de los motivos por los cuales pocos
nicaragüenses se sumaron al torrente de refugiados internacionales de
América Central. Las enérgicas iniciativas antidrogas de Ortega
acallaron las críticas de Washington y su diplomacia oportunista trajo a
Nicaragua tanto inversiones estadounidenses como dinero de la
"bolivariana" Venezuela.
Tratándose de un ex insurgente guerrillero
que prefería cigarros cubanos y AK-47 rusos durante la Guerra Fría en
América Central, la transición de Ortega hacia la institucionalidad
política parece rara.
Sin embargo, a pesar de todas sus poses
contra los gringos, "Ortega implementó políticas bastante centristas",
dice Geoff Thale, del Washington Office on Latin America, un think tank.
"Washington está descontento con las violaciones a la libertad de
expresión y la retórica antiestadounidense, pero está contento con su
apertura a la inversión y el comercio".
Los críticos de Ortega conocen un lado más
oscuro. Pensemos en la siempre complaciente Corte Suprema de Nicaragua,
que la semana pasada destituyó al líder opositor Eduardo Montealegre
como director del Partido Liberal Independiente, lo que esencialmente le
permite a Ortega competir sin retadores en las elecciones de noviembre.
Dada su cómoda ventaja en la carrera, la medida sugirió una acumulación
de tensiones que no se corresponde con la versión oficial del Gobierno
de Ortega.
Hace poco, las autoridades de seguridad
deportaron abruptamente a un grupo de ecologistas extranjeros, una
investigadora de Harvard y tres funcionarios estadounidenses. Las
autoridades no dieron motivos para expulsar a los visitantes, que
llegaron al país en forma legal y con los documentos de viaje
correspondientes. Pero yo apostaría un puñado de córdobas nicaragüenses a
que el "presidente-comandante Daniel" tiene algo que no está dispuesto a
compartir.
Empecemos por sus planes para cavar una
enorme vía marítima por Nicaragua con suficiente escala para competir
con el Canal de Panamá, un proyecto misterioso que Ortega encargó a
inversores chinos encabezados por el multimillonario Wang Jing. Todavía
no comenzaron las obras para el proyecto de 50,000 millones de dólares,
pero los nicaragüenses armaron un escándalo por las condiciones muy
generosas del acuerdo (que le garantiza a Wang derechos casi ilimitados
sobre tierras nicaragüenses) y la pared de confidencialidad erigida a su
alrededor por las autoridades.
Investigar ese misterio fue lo que llevó a
Evan Ellis, profesor del Instituto de Estudios Estratégicos de la
Escuela de Guerra del Ejército Estadounidense, a volar a Managua, la
capital de Nicaragua, el mes pasado. Pero la burocracia nicaragüense lo
objetó; al poco tiempo de llegar, agentes del Gobierno aparecieron
inesperadamente en su hotel y lo enviaron de vuelta a su país al día
siguiente.
Una semana más tarde, la politóloga
Viridiana Rios, miembro del Woodrow Wilson Center, fue obligada a frenar
su investigación sobre la desigualdad y el crecimiento económico cuando
le avisaron que la policía nicaragüense la estaba siguiendo.
Así y todo, es poco probable que esas
conductas perjudiquen las ambiciones políticas de Ortega. En una
encuesta reciente, el 65% de los participantes dijo que planeaba votarlo
en noviembre, mientras que toda la oposición junta reunió sólo el 13%.
Son antecedentes notables para uno de los
hombres fuertes más durables de América Latina, bajo el cual su país
pasó de ser una dictadura fanfarrona a una democracia fanfarrona en sólo
35 años.
Esta columna no necesariamente refleja la opinión de la junta editorial o de Bloomberg LP y sus dueños.
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